jueves, 29 de abril de 2010

De Eusebio de Cesarea

«Nosotros enseñamos que, en vez de los antiguos sacrificios y holocaustos, fue ofrecida a Dios la venida en carne de Cristo y el cuerpo a Él adaptado. Y ésta es la buena nueva que se anuncia a su Iglesia, como un gran misterio… Nosotros hemos recibido ciertamente el mandato de celebrar en la mesa [eucarística] la memoria de este sacrificio por medio de los símbolos de su cuerpo y de su salvadora sangre, según la institución del Nuevo Testamento… Y así todas estas cosas predichas por inspiración divina desde antiguo, se celebran actualmente en todas las naciones, gracias a las enseñanzas evangélicas de nuestro Salvador… Sacrificamos, por consiguiente, al Dios supremo un sacrificio de alabanza; sacrificamos el sacrificio inspirado por Dios, venerado y sagrado; sacrificamos de un modo nuevo, según el Nuevo Testamento, “el sacrificio puro”, y se ha dicho: “mi sacrificio es un espíritu quebrantado”; y “un corazón quebrantado y humillado Tú no los desprecias” [Sal 50,19]… “Suba mi oración como incienso en tu presencia” [140,2].

«Por consiguiente, no sólo sacrificamos, sino que también quemamos incienso. Unas veces, celebrando la memoria del gran sacrificio, según los misterios que nos han sido confiado por Él, y ofreciendo a Dios, por medio de piadosos himnos y oraciones, la acción de gracias [eucaristía] por nuestra salvación. Otras veces, sometiéndonos a nosotros mismos por completo a Él, y consagrándonos en cuerpo y alma a su Sacerdote, el Verbo mismo. Por eso procuramos conservar para Él el cuerpo puro e inmaculado de toda deshonestidad, y le entregamos el alma purificada de toda pasión y mancha proveniente de la maldad, y le honramos piadosamente con pensamientos sinceros, con sentimientos no fingidos y con la profesión de la verdad. Pues se nos ha enseñado que estas cosas les son más gratas que multitud de hostias sacrificadas con sangre, humo y olor a víctima quemada [+Is 1,11] (Demostración evangélica 1,10).

En cuanto al sacrificio eucarístico, «de la misma manera que nuestro Salvador y Señor en persona, el primero, después todos los sacerdotes procedentes de Él, cumpliendo el espiritual ministerio sacerdotal, según los ritos eclesiásticos, por todas las naciones expresan con pan y vino los misterios de su cuerpo y de su salvadora sangre. Y estas cosas las vio ya de antemano Melquisedec, en el divino Espíritu, pues él usó de figuras de las cosas que habían de suceder, según lo atestigua la Escritura de Moisés, diciendo: “Y Melquisedec, rey de Salén, presentó panes y vino; y era sacerdote del Dios Altísimo, y bendijo a Abraham” [Gén 14,18ss]. Con razón, pues, sólo a Aquél que ha sido manifestado “el Señor le ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec” [Sal 109,4]» (ib. 5,3).

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